caja de cartón

La caja de cartón

Cabo, salga a echar un vistazo.

¡A sus órdenes, mi capitán!

El cabo montó a caballo y se dispuso a salir.

¿Pero es que no recuerda que no tenemos caballos?

Disculpe, capitán, no me acordaba.

El cabo se resignó y salió del fuerte a pie. El sol era severo como una muerte en la hoguera. Miró de un lado al otro, escorando tanto la vista que casi pudo verse la nuca.
De repente una flecha le atravesó la pierna.

¡Los indios! ¡Capitán, nos atacan los indios! – saltó como pudo para ponerse a salvo.

El capitán le desgarró la pernera derecha para sacar la flecha.

No capitán, no es esa pierna, es la otra.

El capitán repitió la operación con la otra pierna, y mientras el cabo se mordía las manos, le cauterizó la herida prendiendo fuego a la pólvora de una bala. El remedio fue eficaz, pues no tardó en levantarse, aunque un agudo dolor en el pecho le enseñó que acababa de cometer una estupidez.
Recordó a su amada Peggy y cómo subía a su habitación a escondidas casi todas las tardes, trepando por un árbol en el que había grabado con su navaja un corazón atravesado con una flecha, igual que el suyo ahora. Ese pensamiento le reconfortó antes de morir.
Definitivamente solo, el capitán sabía que pronto a él también le llegaría la hora.

Ya es la hora – dijo el cabo.

Salieron de la caja de cartón y subieron a casa antes de que su madre les regañara por llegar tarde.

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